Mientras el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, insiste en una estrategia de “devastación total” con un envase retórico de seguridad nacional, el resto del planeta -incluidos sus aliados incondicionales- empieza a decir lo que antes callaba: esta guerra no sólo es moralmente insostenible, es geopolíticamente suicida.

Hay quienes perdieron la paciencia: Francia, Reino Unido y Canadá ya no se limitan a los “profundos llamados a la moderación”. Ahora hay amenazas de sanciones, ruptura de tratados comerciales y condenas con adjetivos que solo se reservan para los escándalos diplomáticos de proporciones históricas: “abominable”, “monstruoso”, “indefendible”. Y no están solos. 

Se suma Naciones Unidas, que viene denunciando la masacre en Gaza desde el inicio. El organismo alerta que miles de niños están a punto de morir de hambre -si ya no lo han hecho- porque no se libera la ayuda humanitaria que está completamente bloqueada por Israel desde hace once semanas. Once. 

Los equipos de rescatistas de Defensa Civil, junto a ciudadanos gazatíes, extrajeron a lo largo de la noche nueve cadáveres entre los escombros de la vivienda de la familia Darmona de Yabalia (norte), bombardeada a última hora del jueves por Israel y bajo la que quedan atrapadas más de 50 personas, informaron Defensa Civil y los periodistas en el lugar. (EFE/ Ahmad Awad)

Más de dos millones de personas, la mitad de ellas menores de edad, sobreviven al límite de lo posible. O no sobreviven. La ONU, Médicos Sin Fronteras y hasta 30 ONGs israelíes denuncian que el Estado está usando el hambre como método de sometimiento, con centros de distribución militarizados y mercenarios extranjeros al mando del reparto.

El bloqueo no es un efecto colateral, es parte del guión. En esta guerra interminable, el gobierno de Israel ha hecho algo más que convertir el hambre en una tragedia: lo ha vuelto un arma de guerra. Si el estómago se vacía, la retórica se llena. Y ahí aparece Netanyahu, con una lógica de guerra total no solo sobre el terreno sino también en el plano simbólico.

Esta semana, en un video grabado con tono mesiánico, aseguró que gritar “Palestina Libre” -como lo ha hecho el asesino de la pareja de empleados de la embajada israelí en Washington- es la versión moderna del “Heil Hitler”. Y afirmó que quien reclama soberanía es un nazi, que quien critica la ocupación perpetua es antisemita, y que todo lo que no sea lealtad ciega al gobierno israelí es, básicamente, una amenaza existencial.

Es esta una peligrosa operación discursiva. Equiparar un reclamo histórico de autodeterminación -respaldado por resoluciones de la ONU y por gran parte de la comunidad internacional- con un grito genocida, borra de un plumazo el derecho palestino a existir y convierte cualquier crítica en crimen de odio. 

Es una maniobra que pretende clausurar el debate, blindar la impunidad y criminalizar la palabra. Y es también una amenaza velada a todo el sistema internacional.

Pero lo que enciende todas las alarmas es que las críticas ya no provienen sólo del “club de la corrección política”. También Donald Trump -sí, Trump- pide una solución política y propone acuerdos nucleares civiles con Arabia Saudita, quitándole a Israel su viejo monopolio atómico regional. 

En su reciente gira por las monarquías del Golfo, el norteamericano no solo respaldó un enfoque más diplomático, sino que además evitó hacer escala en Tel Aviv. El mensaje fue inequívoco: hasta su padrino histórico está marcando distancia. ¿Ironía? No. Realpolitik: pragmátismo puro sin ideologías.

Entre 300 y 400 personas se manifestaron este viernes en Israel a apenas un kilómetro de la frontera con Gaza, en protesta contra la matanza de civiles y el hambre que afronta la población palestina en el enclave (EFE/ Patricia Martínez)

Mientras tanto, en Israel, los ultras siguen marcando el paso. Bezalel Smotrich, ministro de Finanzas y predicador del éxodo forzado gazatí, habla de limpiar Gaza como si fuera un terreno baldío y los civiles obstáculos descartables. Lo aplauden los que sueñan con mapas sin palestinos.

Otro ultra es el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, que se opuso fuertemente a la entrega de ayuda humanitaria en el enclave con el justificativo de que “No debemos darle oxígeno a nuestros enemigos”. Tal vez considere que si siguen sin comer, Israel ganará porque ya no tendrá a quien perseguir. Pronto estarán todos muertos. 

¿La oposición? La figura de Yair Golan merece una lupa bien calibrada, porque no es cualquier opositor. Es un ex general del ejército israelí, ex vicejefe del Estado Mayor y actual líder del partido Demócratas, una fusión de centroizquierda que intenta recuperar algo de cordura en el tablero político. Golan no habla desde el margen, habla desde las entrañas del sistema de seguridad nacional. 

En una entrevista que encendió todas las alarmas -afirmó que Israel- bajo la conducción de Netanyahu “está matando bebés como pasatiempo” en Gaza. Lo acusaron de exagerado, de incitador, de traidor. Pero lo que hizo Golan fue nombrar lo innombrable. Poner en palabras lo que una parte del país -y gran parte del mundo- ve con horror y pocos se animan a decir en voz alta.

El General de División (res.) y ex MK de Meretz Yair Golan (The Jersusalem Post)

Lo interesante también es que el opositor, no se quedó en la denuncia, sino que conectó a esa violencia sistemática con tres cuestiones: el aislamiento internacional creciente de Israel, el ascenso del antisemitismo a nivel global y el riesgo real de convertir a su país un Estado paria. Y disparando verdades sin anestesia declaró: “Un país sensato no expulsa poblaciones civiles, no convierte el hambre en arma, no destruye hospitales como rutina, no transforma la autodefensa en venganza”.

Pero claro, decir eso en el Israel de Netanyahu es un acto de insurgencia política. Por eso los halcones del gobierno lo quieren silenciar. Porque Golan rompe el pacto de silencio, ese que convierte la disidencia en traición y la crítica en blasfemia. Y porque recuerda algo insoportable para el oficialismo: que el sionismo no nació para justificar crímenes, sino para evitar que vuelvan a ocurrir.

El Ejército ya no da abasto. Las reservas se agotan. La moral también. Un informe reciente sugiere que la mitad de las tropas no se presentaría si son llamadas nuevamente. Pero Netanyahu no gobierna para las tropas ni para los rehenes, sino para sus socios de gabinete y su propia supervivencia judicial y política.

Vista de los edificios en ruina de la Franja de Gaza el lunes pasado, cuando al menos 17 personas murieron en los ataques de Israel (EFE)

En este clima, la “solución de dos Estados” reaparece como tabla de salvación para todos. Menos para Netanyahu, que construyó su carrera política saboteándola. Hoy ve cómo Arabia Saudita congela el reconocimiento diplomático, cómo Europa amenaza con aislarlo y cómo hasta sectores del judaísmo global empiezan a diferenciar entre defender a Israel y sostener su actual gobierno.

El primer ministro podrá señalar enemigos externos, traidores internos, campañas de odio y hasta resucitar fantasmas del pasado para justificarse. Pero el mundo ya aprendió a leer entrelíneas. Y lo que ve no es un Estado defendiéndose: es un gobierno atrincherado detrás del cinismo, dispuesto a arrasar con todo -incluido su propio futuro- con tal de no abandonar el teatro. Aunque la función se haya vuelto tragedia.